Ejercicio del poder
Es deseo del autor compartir con el lector unas modestas reflexiones que le suscita el haber sido testigo y protagonista de las variadas maneras en que se ha ejercido el poder político en los últimos sesenta y cinco años.
Antes de abordar el tema considero interesante que conozca las sabias expresiones del eminente jurista alemán Kurt Loewenstein quien en la primera página de su monumental “Teoría de la Constitución” nos dice:
“Los tres incentivos fundamentales que dominan la vida del hombre en la sociedad y rigen la totalidad de las relaciones humanas son el amor, la fe y el poder; que de una manera misteriosa están unidos y entrelazados. Sabemos que el poder de la fe mueve montañas y que el poder del amor es el vencedor de todas las batallas; pero no es menos propio del hombre el amor al poder y la fe en el poder”.
“La historia muestra como el amor y la fe han contribuido a la felicidad del hombre y como el poder a su miseria”.
Continúa diciéndonos: “el poder tiene una importancia decisiva en el campo sociopolítico” y que “la política no es sino la lucha por el poder” y que “considerada como un todo la sociedad es un sistema de relaciones de poder cuyo carácter puede ser político, social económico, religioso, moral cultural o de otro tipo. El poder es una relación sociopsicológica basada en un recíproco efecto entre los que detentan y ejercen el poder que serán denominados los detentadores del poder y aquellos a los que va dirigido –serán designados como los destinatarios del poder”.
La definición de Loewenstein es básica para entender que en la sociedad estatal el poder político aparece como el ejercicio de un efectivo control social de los detentadores del poder sobre los destinatarios del poder entendiéndose este control como la función de tomar o determinar una decisión así como la capacidad de los detentadores del poder de obligar a los destinatarios del poder a obedecer dicha decisión.
Loewenstein se formula tres preguntas básicas: 1.- ¿Cómo obtienen los detentadores del poder su ejercicio? 2.- Una vez obtenido ¿cómo será ejercido? Y 3.- ¿Cómo será controlado el ejercicio del poder por los detentadores –uno o varios- del poder?
En la última pregunta –la más importante de las tres- yace el problema de una adecuada limitación del ejercicio del poder, esta limitación puede ser llevada a cabo, bien destinatarios del poder y esto es el núcleo esencial de lo que históricamente ha venido a ser llamado el Estado constitucional.
Esbozó así Loewenstein lo que es común en todos los países civilizados: el ejercicio del poder controlado por los diversos detentadores: el Parlamento, los Tribunales de Justicia, la administración pública, la policía y los sistemas de valores que dan sentido a las instituciones.
Esa es la forma como se ejerce el poder en los países respetuosos de la Constitución, los valores democráticos y las instituciones.
Nos dice, con gran precisión Loswenstein “el poder encierra, en sí mismo, la semilla de su propia degeneración”.
“Esto quiere decir que cuando no está limitado, el poder se transforma en tiranía y en arbitrario despotismo”.
“De ahí que el poder sin control adquiera un acento moral negativo que revela lo demoniaco en el elemento del poder y lo patológico en el proceso del poder”.
De esta doble faz del poder fue plenamente consciente Aristóteles cuando enfrentó las formas “puras” del gobierno a las formas “degeneradas”: las primeras destinadas a servir el bien común de los destinatarios del poder; las segundas al egoísta interés de los detentadores del poder.
Y termina Loewenstein diciéndonos: “El famoso, frecuentemente mal citado, epigrama de Lord Acton hace patente de manera aguda el elemento patológico inherente a todo proceso de poder: “Power tend to corrupt, absolute power tend to corrupt absolutely”.
La precisión de Loewenstein sobre la mala citación del epigrama se refiere a su pésima traducción que circula –aún en libros serios- como si fuera: “El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente “cuando la exacta traducción –hasta para quienes no dominen el idioma inglés- es “El poder tiende a corromperse; el poder absoluto tiende a corromperse absolutamente”.
Es un caso más en que se aplica la expresión italiana: Traduttore, tradittore.
Parte importante de la obra de Loewenstein se refiere al control del poder político donde nos ilustra con estas expresiones.
“Con el fin de evitar ese peligro (la corrupción) siempre presente, que es inmanente a todo poder, el Estado organizado exige de manera imperativa que el ejercicio del poder político tanto en interés de los detentadores como de los destinatarios del poder sea restringido y limitado. Siendo la naturaleza del ser humano como es, no es de esperar que dichas limitaciones actúen automáticamente, sino que deberán ser introducidas en el proceso del poder desde fuera”.
“Limitar el poder político quiere decir limitar a los detentadores del poder, esto es el núcleo de lo que en la historia antigua y moderna de la política aparece como el constitucionalismo. Un acuerdo de la comunidad sobre una serie de reglas fijas que obligan tanto a los detentadores como a los destinatarios del poder, se ha mostrado como el mejor medio para dominar y evitar el abuso del poder político por parte de sus detentadores. El mecanismo de esas reglas están formuladas en un documento formal: la constitución que debe estar enraizada en las costumbres y conciencia nacional”.
“La libertad de los destinatarios del poder sólo quedará garantizada cuando se controle el ejercicio del poder llevado a cabo por sus detentadores. La existencia o ausencia de dichos controles, su eficacia y estabilidad así como su ámbito e intensidad caracterizan cada sistema político en particular y permiten diferenciar un sistema político de otro”.
El autor cree que esta introducción –de fácil comprensión de cualquier lector- era indispensable para entrar en materia del tema a desarrollar en este capítulo que es del ejercicio del poder político en el Perú en los últimos sesenta y cinco años.
Considero que tener una edad avanzada, intacta la memoria, lúcida la mente y aún enhiesta la capacidad de indignación y de protesta, aparte de haber vivido de cerca los más importantes acontecimientos de los últimos sesenta y cinco años me otorgan una particular percepción del verdadero drama que hemos tenido que vivir y sufrir en este país que Basadre llamó “Este Perú, dulce y cruel”.
Lo que escribo y hay que remarcar –como dice la dedicatoria del libro- lo hago para mis menores es un fiel relato de lo que me ha tocado vivir y no es solamente el fruto de mi personal memoria. Es también la memoria colectiva de todo lo ocurrido políticamente desde 1945 y aparte de mi propia memoria tanto como testigo al inicio en 1945 y como protagonista desde 1956 está registrado también en libros, diarios, revistas y documentos y muy principalmente en lo que los actores de esa política han dicho o hecho.
Gran parte de esa memoria colectiva se ha perdido o la han deformado de acuerdo a las conveniencias de cada quien. Y a veces esa deformación es de tal magnitud que han llegado a una verdadera distorsión de la historia como lo demostraremos en más de una oportunidad.
Para llegar a la mejor comprensión del lector sólo quiero que tenga presente dos advertencias.
La primera es que el autor no tiene la menor veleidad literaria, ni complejo o pretensión de historiador, de analista político, ni de sociólogo y mucho menos de filósofo. El autor sólo quiere que el lector lo valore como un testigo ocular y protagonista de la política, como un hombre cualquiera que sólo quiere transmitir su experiencia.
Y de esta propia experiencia nace la segunda advertencia. En el acontecer político hay conmilitones, socios, adversarios, enemigos y también adversarios que se comportan como enemigos y siempre en forma encarnizada. Es, pues, natural que si yo rememoro hechos como la convivencia apro-pradista del 56 o la coalición de apristas con odriistas en 1980 mi percepción u opinión de esos hechos no sólo no será compartida con la de un aprista, sino que será tachada, rechazada, contradicha y aún negada. Igual conflicto de opiniones puede darse si uno de esos hechos mencionados los valora un aprista militante o un aprista disidente.
Igual rechazo provocaré en velasquistas o fujimoristas cuando descorra el velo que oculta sus pregonadas obras y aprecie el lector los inmensos incalculables daños ocasionados al país.
Mi testimonio probablemente tratará de ser refutado con patrañas, infundios y sandeces.
La memoria que aspira a que su testimonio lo recoja la historia debe –en lo fundamental- dejar constancia de los hechos y si es posible de las fuentes que sustenten su veracidad.
Lo que yo relate procuraré desligarlo –en lo que fuere posible- de adjetivaciones, calificaciones y lo basaré –muy esencialmente- en lo que los principales actores políticos han dicho o hecho. Vale decir sus propias palabras.
Trataré de despojar al relato de acrimonia, del deseo de escarnecer, agraviar, oprobiar ni ofender a nadie. No habrá amargura aún que el recuerdo –más de una vez – sea amargo.
Sólo tengo el deseo de que este rescate de la memoria IV sirva para que el cabal conocimiento de los errores del pasado nos permita –en lo posible- no repetirlos en el futuro.
Este puede parecer un vano deseo, una verdadera quimera, pues en los últimos años, tan cercanos a todos nosotros, casi todos han olvidado los errores últimos y lo que es peor aún, se han olvidado los gravísimos pecados cometidos, los latrocinios, los perjurios, los saqueos al erario público, el servilismo, la adulación y la increíble corrupción de la década de la infamia.
Usando de los más diversos artilugios se ha vendido a la mayoría de los ciudadanos peruanos las “idílicas” versiones del aprismo, del velasquismo y del fujimorismo.
Cuando escribí los Rescates de la Memoria I, II y III me dediqué a una placentera labor, a una gratificante tarea. Quise que los más jóvenes, los que no vivieron ni los sesenta, ni los ochenta y aún los noventa tuvieran la versión verídica de todo lo que se hizo, tanto en la inolvidable campaña electoral de 1956 (hace 53 años) como la inmensa obra de los dos gobiernos constitucionales de Fernando Belaunde Terry.
Mi propósito sólo fue ese: divulgar una obra de una colosal magnitud tanto económica como social; hacer reconocer las auténticas reformas de sus gobiernos, su acrisolada y nunca discutida honradez, así como su indeclinable respeto a la Constitución y a las leyes. La motivación fue corresponder con esa obra al privilegio que me concedió la vida de conocer y tratar a Belaunde y que él me enalteciera con su amistad.
Al presentar el Rescate de la Memoria III creí haber cumplido a cabalidad con ese deber de honrar el respeto a la memoria de Belaunde.
Pero a medida que han pasado los dos años de la presentación de mi primer libro he advertido que no sólo hay un verdadero olvido de lo que significó Belaunde, su vida y su obra. Mas serio aún, creo que es como un “olvido dirigido” como lo dije en el Rescate de la Memoria III(*) y mucho -más grave- hay una verdadera distorsión de todo lo hecho. Como apreciará debidamente el lector al leer algunos capítulos del libro se llega al verdadero extremo –más que increíble- inexplicable pues se “desaparece” literalmente de la historia del Perú a Belaunde su conducta y toda su obra y se exalta –casi se glorifica- los años de velascato.
En el capítulo que hemos denominado “una extraña, muy extraña relación” lo advertirá el lector en toda su amplitud.
Si a ello se suma lo que en el llamado “imaginario popular” se ha construido alrededor de la Revolución de Velasco Alvarado o del corruptísimo gobierno de Fujimori, se entenderá que es imperativo, es de urgente profilaxis cívica que se extirpen de raíz tan menguados criterios y se restablezca la verdad. Y ello será posible comparando –en primer lugar- lo que unos y otros gobiernos han hecho.
Hay que realizar un análisis de lo que los gobiernos de Belaunde, de Velasco Alvarado y el de Fujimori han realizado en el país, cuales fueron en realidad esas obras, cual es el saldo positivo que al país le han dejado y llegar –al final- al esclarecimiento auténtico de los frutos que han dejado. Llegaremos así al cogollo de esa expresión bíblica “por sus frutos los conoceréis”.
En esta comparación de obras queda totalmente al margen la obra del primer gobierno aprista de 1985 – 1990 pues fue tan infructuoso, tan pavorosamente dañino que ni ellos mismos lo quisieran recordar. Esa obra no resiste comparación con ninguna otra. Del aprismo nos ocuparemos en el capítulo: “Esta es el APRA, que les parece? Que será como una radiografiado su trayectoria. El lector la apreciara.
De esa memoria personal que –repito- es de los últimos sesenta y cinco años de la vida política del país procuraremos extraer -en el desarrollo del libro- distintas y variadas lecciones llevando a conocimiento del lector cifras, datos y análisis de circunstancias que, quizá, no ha conocido antes y que ayudarán a una mejor comprensión de todo lo que hemos tenido que sufrir.
Pero la primera lección y diría –sin reparos- que la gran lección es la que tenemos que asimilar todos –sin excepción- de lo nefasto, de lo perverso que han sido para el país los regímenes de las dictaduras militares, de los gobiernos autocráticos, de los sátrapas y mandones, con sus engaños, sus abusos, sus corrupciones y sobre todo el dañino efecto que han ocasionado –sin duda alguna- esas dictaduras al país se analizan de inmediato en el subtítulo siguiente: “Los dictadores”.
LOS DICTADORES
El repaso de 65 años de ejercicio del poder comprenden varios gobiernos, naturalmente distintos unos de otros.
Los tres primeros años de 1945 a 1948 comprenden el gobierno constitucional y democrático del Dr. José Luis Bustamante y Rivero al que se calificó de “primavera democrática”; los de 1948 a 1956 al gobierno dictatorial de Manuel Odría Amoretti al que se conoce con el nombre del “ochenio” el de 1956 a 1962 el de Manuel Prado más conocido como el del régimen de la convivencia de los “barones del algodón y del azúcar con el Partido Aprista Peruano; el de 1962 a 1963 el gobierno militar que derrocó a Manuel Prado que anunció, desde el inicio que su finalidad era convocar a elecciones democráticas en 1963.
Sobre el origen o causa de este gobierno militar de 1962-1963 el lector encontrará en el libro un capítulo especial, con información que, con seguridad, ninguno conoce, sobre el intento de un colosal fraude electoral aprista y que justifica la existencia o razón de ese corto régimen militar.
De 1963 a 1968 el gobierno democrático y eminentemente constitucional de Fernando Belaunde Terry que fue interrumpido por otro golpe militar el de Velasco Alvarado llamado por ellos Gobierno Institucional de la Fuerza Armada que, teniendo dos fases, duró desde 1968 a 1980 y al que un lúcido y documentado estudio de Arturo Salazar Larrain llamó “la década perdida” “herencia de Velasco, luego retornó otra vez la democracia con Fernando Belaunde Terry de 1980 a 1985 gobierno que el mismo arquitecto nominó como “el quinquenio de la educación”, de 1985 a 1990 el primer gobierno aprista de Alan García, al que sucedió el gobierno de Alberto Fujimori que se inició con su elección en 1990 y con su autogolpe de 1992, prácticamente otro golpe militar, su reelección el 2000 y su rereelección que se interrumpió con su fuga y su renuncia por fax.
El ejercicio de memoria que nos hemos impuesto sólo llega hasta la debacle del gobierno de Alberto Kenya Fujimori al que, con harta razón, se conoce como la “década de la infamia”.
No creemos que sea necesario hacer memoria de los gobiernos constitucionales y democráticos de Valentín Paniagua, Alejandro Toledo y mucho menos del actual gobierno de Alan García, por ser tan recientes.
Nuestro deber de memoria sólo debe extenderse a lo que muchos ignoran o han olvidado, generalmente será una batalla contra el olvido.
Ofrecemos al lector hacer un somero análisis de todos esos gobiernos desde 1945 al 2000 y nos esmeraremos en ser justos, desapasionados e imparciales al juzgarlos rescatando lo bueno que hicieron, pero denunciaremos lo que haya de malo en ellos y hay mucho más de malo que de bueno.
Las denuncias se apoyarán en todo lo que es registrable: leyes, documentos, libros, diarios, revistas y naturalmente nuestra memoria que ha registrado –en forma casi indeleble- tantos y tantos hechos, dichos y circunstancias que han ocasionado el infeliz mundo político en el que ahora vivimos.
Aspiramos, a demostrar que la gran causa del actual deterioro cívico, de la ausencia –casi total- de valores, de respeto a las instituciones, de una auténtica formación moral en la ciudadanía y de la pavorosa desorientación en el electorado tiene su origen en esa antigua lacra nacional que son las dictaduras.
En el rescate de la Memoria II hicimos un somero recuerdo al lector que recién en 1872, luego de 50 años de la independencia, tuvimos el primer gobierno civil de la historia.
En este repaso lo más notable a destacar –por ahora- es que los ocho años de Odría, los doce de Velasco y los diez de Fujimori son –en total- 30 años de gobiernos dictatoriales.
Estamos acostumbrados a vivir sujetos a gobiernos dictatoriales y se da el increíble resultado que muchos, pero muchos, peruanos consideren que Odría, Velasco y Fujimori fueron –en opinión de cada cual- los mejores presidentes del Perú.
Tan descarriados ciudadanos no tienen –en la gran mayoría de los casos- ni razones, ni argumentos suficientes para mantener o defender sus dichos.
Y naturalmente –y quizá ahí esté la razón de sus equivocaciones- es que esos compatriotas no tienen un concepto cabal de la diferencia abismal que es el vivir en democracia o vivir bajo una dictadura.
Ellos –desgraciadamente- creen en su sana ignorancia que da lo mismo, como dice el refrán –Chana que Juana-.
Nos esforzaremos en lograr efectos didácticos para convencer al lector de lo nefasto, de lo perverso, de lo vil que es una dictadura y de los grandes males que acarrea a la nación.
Haciendo total abstracción de los logros y realizaciones de los que se vanaglorian las dictaduras –que examinaremos después- la primera conclusión –indiscutible- es que el advenimiento del dictador supone la total desaparición del régimen democrático que es la distinción fundamental entre un país civilizado y el que no lo es.
Las llamadas –en un tiempo- republicas bananeras eran las republiquetas en las que dominaron por décadas los dictadores. Casos típicos fueron los de Guatemala, la Republicana Dominicana de Trujillo, los 35 años de Porfirio Diaz en Mexico, la de Somuza en Nicaragua, la de Duvalier en Haití o la de Batista en Cuba.
Nosotros no hemos estado exentos de sufrir esa verdadera lacra. Los primeros cincuenta años de nuestra vida republicana fueron de gobiernos militares. Sólo en 1872 tuvimos el primer gobierno civil de don Manuel Pardo. Después hemos tenido la dictadura de Leguía, la del Mariscal Benavides. Por ello cuando noticiaron a nuestro escritor Martín Adán que el general Odría había derrocado al Dr. José Luis Bustamante y Rivero produjo esa frase: “Hemos vuelto a la normalidad”. Esa frase que puede resultar cínica para muchos es reflejo de nuestra mentalidad de nuestra idiosincrasia, de nuestro carácter o de nuestras costumbres.
Son las dictaduras las que derrocan a las democracias y las que impiden el restablecimiento y el desarrollo de estas.
Y cuál es la primera y esencial diferencia entre un gobierno dictatorial y uno democrático?
Volvamos a lo que nos dijo Loewenstein. En una democracia son varios los detentadores del poder: Parlamento, Tribunales de Justicia, administración pública, autoridades municipales, policía y sobre todo sistemas de valores que dan sentido a las instituciones.
Esos diversos detentadores del poder regulan, entre ellos los alcances y los límites de sus atribuciones en un juego de pesos y contrapesos que figuran en un documento que es la Constitución y que es tan solemne que es llamada la ley de leyes.
Todo ese ordenamiento armónico que ha creado el Derecho y que rige en los países llamados civilizados, todo ese sistema vuela en pedazos con el advenimiento del dictador.
El ejemplo más patente es el más reciente. Cuando a un gobernante, elegido popularmente, se le ocurre en un momento inopinado “disolver, disolver” el Parlamento, no sólo disuelve el Parlamento elegido el mismo día que él, sino que “disuelve” a los dos Vicepresidentes que lo acompañaron en su fórmula presidencial, al Poder Judicial, al Ministerio Público, a los miembros del Jurado Nacional, al Contralor de la República.
Ocurre entonces lo que yo comentaba tras el “golpe” del general Juan Velasco: “Este es un país en que usted puede ser senador, diputado, vocal de la Corte Suprema o Superior, Alcalde, Contralor de la República, Fiscal de la Nación y en esa condición puede acostarse y enterarse, al despertar que ya no es lo que era el día anterior”.
No interesa si tuvo el voto popular para ser elegido parlamentario o alcalde, o si tuvo una foja de servicios intachable en la función pública en la que ha sido expectorado.
Simplemente el dictador expidió un ukase que siempre está amparado en el abuso de la fuerza armada y contra el cual sólo cabría apelar a la rebelión popular.
Para esa rebelión no se produce porque los medios de prensa importantes, los que deben orientar a la opinión pública editorializan al día siguiente del golpe, justificando el derrocamiento de la democracia, los representantes de las llamadas “fuerzas vivas” (industria, banca, comercio) desfilan ante el dictador en gesto de aprobación. Es casi un ritual que el país ha visto con Odría, con Velasco y más escandaloso con Fujimori.
Y los dictadores no se conforman con los tres años, por ejemplo, que debió gobernar Odría, sino que en gesto bufo “bajan al llano” en pleno ejercicio de la dictadura y se reeligen por cinco años más gobiernan doce años como ocurrió con el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada o en el colmo de la desvergüenza se re-re-reeligen como hizo Fujimori, violando abiertamente la Constitución.
Al buscar material para fundamentar mejor el libro he tenido la suerte de hallar un magnífico libro “Odisea de la Memoria” de la profesora de Salamanca, Josefina Cuesta Bastillo quien ha realizado un profundo, erudito estudio de la relación tan estrecha y tan actual entre memoria e historia y que ocupándose de la memoria en tiempos de dictadura nos dice en la pag. 16.
“Los actores de los regímenes dictatoriales, entre los que se cuentan los victimarios, se blindaron previamente a la transición a la democracia frente a las amenazas del recuerdo y de la justicia, con autoamnistías (Argentina, Chile, Uruguay) o negociaron leyes de amnistía. Cuando la revisión de estas podía amenazar, respondían con el acoso al poder político de la tierna democracia (Argentina, Chile, Uruguay, España) o con la resistencia al poder judicial, carapintadas en Argentina –o con la reivindicación del fuero militar- dictadores argentino”.
“En ocasiones arguyeron en su favor para evitar la justicia, la obediencia debida o la avanzada edad, como Pinochet, caso que no era nuevo, la justicia francesa había debido afrontar la misma cuestión en los juicios a los colaboradores nazis – Papon o Touvier-“.
“Los dictadores o torturadores reclamaban para sí una clemencia que habían desconocido bajo su mandato. En general, más que la clemencia reclamaban la gloria, su condición de héroes y salvadores de la patria. Se detecta en casi todos los actores o los herederos de las dictaduras, una legitimación de ejercicio y una glorificación de su acción. En algunas dictaduras sus titulares se apropian, en su propio beneficio, del milagro económico fruto de la coyuntura internacional, en los “treinta gloriosos” o en los “años dorados”. Franco, el franquismo y sus historiadores son modélicos en esa apropiación, pero también Pinochet. Respecto al régimen que precedieron, argumentan como justificación, una “justicia al revés”, verdaderamente palmaria en el bando de guerra de Franco en el que se acusa al adversario de desencadenar la guerra civil o la revolución para justificar, con una violencia esporádica, minoritaria o incontrolada, la imposición por la fuerza de una violencia permanente de Estado y la destrucción de las democracias más o menos asentadas.”
“España, Argentina, Uruguay y Chile son modelos dictatoriales que aplicaron esta reversión de los hechos, cargando las causas del acto rebelde y antidemocráctico del golpe militar, en las cuentas de la propia democracia que destruyeron. Todas ellas, diferentes formulaciones de autojustificación de las dictaduras y de la invasión de las esferas de la sociedad y del poder civil por el poder militar, la suplantación del “tiempo democrático” por el “tiempo del ejército”. La historia nos ha enseñado a identificar y desenmascarar estos argumentos y estas mistificaciones. Pero sorprende verdaderamente que estas se mantengan vivas durante más de treinta años como es el caso de España o el del propio pinochetismo en Chile ¿qué grupos sociales o políticos están detrás de la pervivencia, en el presente, de esos argumentos suficientemente, conocidos y rebatidos por la historiografía?”
“¿Qué factores, qué poderes o qué intereses explican su recalcitrante permanencia? ¿La ausencia o extrema debilidad de partidos de extrema derecha a diferencia de Francia que aglutinan y encarnan determinadas nostalgias pueden explicar el enquistamiento de recuerdos y hábitos dictatoriales en determinados partidos, instituciones o asociaciones democráticas.”
Hemos transcrito íntegramente tan autorizadas opiniones de la profesora Tuesta porque ellas calzan, se ajustan a las realidades de nuestras dictaduras sean las de Odría, Velasco o de Fujimori y más adelante –cuando hagamos el balance y liquidación de cada una de ellas- trataremos de encontrar –aún que sea aproximadamente- la respuesta a la pregunta esencial, a la incógnita que abruma a los pocos cultores de la democracia y los valores que existen en el país ¿por qué?
¿Por qué los dictadores se benefician del consenso con la población? ¿Por qué en eso que se llama el imaginario popular pervive un buen recuerdo de ellos? ¿Por qué se llega al increíble extremo de que sus seguidores se empeñen en que cada uno de esos gobiernos ha sido el mejor que ha tenido el país, aún que el último de ellos sea conocido como el de la década de la infamia?
Ruego al lector disculpar mi osadía el atreverme a incursionar en tema propio de especialistas, pero creo que examinando cada una de las dictaduras mencionadas, recordando las circunstancias políticas en que aparecieron los grandes “logros” por lo que las recuerdan y las grandes –verdaderamente inmensas- lacras que nos dejaron, que no se pueden negar y de las que nadie habla, nos aproximaremos a esa respuesta.
Para comprender todo ello será menester –igualmente- analizar en qué forma han contribuido los medios de comunicación, algunos historiadores, las llamadas clases dirigentes y naturalmente los políticos que estuvieron de turno, para lograr lo que se puede calificar –suavizando la expresión- un contento del pueblo con la mugre, con la inmoralidad o por lo menos con la opresión, el abuso, la prepotencia. Este análisis le haremos en el capítulo nominado “conspiración de silencio”.
Por ahora sólo quisiéramos detenernos en los efectos de las dictaduras sobre el carácter nacional, como los dictadores han contribuido a lograr la clase de ciudadanos que hoy tenemos y la democracia a la deriva en la que vivimos.
En primer lugar –y muy importante- han impedido, han trabado el desarrollo de la democracia.
Pido licencia al lector para cometer la vanidad de citarme a mi mismo en este tema. En una carta que dirigí a Luis Pasara y que encontrará en la pág. de este libro le dije en un párrafo:
“El señor Pasara a quien se presume un hombre culto, parece ignorar que este Parlamento no “sale” de ninguna versión de la democracia, es la auténtica, para expresión de la democracia y es el producto de la más libérrima expresión de la voluntad popular. Este parlamento fue elegido luego de doce años de un gobierno militar en el que no se pudo ejercer actividad política porque no se dieron las libertades de prensa, de asociación, de reunión, entre otras. No hubo pues ejercicio democrático y la política como toda otra actividad humana debe ejercitarse. Es pertinente el ejemplo del niño al que, aprendiendo a caminar le hacen una zancadilla y se le hace caer, intencionalmente. Ese niño tendrá temor de intentarlo nuevamente y si cada vez que lo vuelva a hacer le repiten la maldad de la zancadilla, indefinidamente, es posible que ese niño llegue a cierta edad en calidad de tullido.
“Esto ocurre con la democracia. Si los gobiernos democráticos sólo pueden durar tres o cuatro años y son interrumpidos por gobiernos de facto de ocho o de doce años nadie pretenderá que estas nacientes democracias posean portentos de oratoria o supremos valores intelectuales que, por cierto, no los dio la dictadura e doce años.”
Al reproducir estos párrafos me place mucho que en las doctas reflexiones de la profesora Tuesta ella se refiera a las “tiernas democracias”, a lo que yo llamé “nacientes democracias”.
Y desgraciadamente eso ocurrió exactamente en 1948 y en 1968. Dos eminentes ciudadanos, reconocidos hasta hoy por su probidad y su respeto a valores e instituciones fueron desalojados del poder por la fuerza bruta de las armas. Hemos ofrecido analizar esas dictaduras, pero por el momento destacamos esto: interrumpieron la democracia.
Para afianzar el desaguisado cometido ambas dictaduras previamente apostrofaron a los partidos, al igual que lo había hecho Leguía. Y también Fujimori despotricó desde su primer día de gobierno de partidos instituciones y hasta el idioma castellano lo maltrató cada vez que hablaba.
Ya desde época de Odría se popularizaron expresiones como “la democracia no se come” o la otra más brutal y cínica “robó, pero hizo obra”.
Y Velasco tenía sus “goles de media cancha”, su Reforma Agraria y el “coraje” de haber tomado las instalaciones de la IPC. El pueblo fue encandilado, deslumbrado por lo que se podía hacer con un gobierno de “mano dura”.
En esa concepción de autoritarismo florecen los adulones, los congresos sumisos los periodistas complacientes o vendidos, el servilismo y naturalmente la corrupción siempre acompañada de su madrina, la impunidad.
En esos ambientes de dictadura tuvo cierta acogida popular el total desafecto por la política y los políticos.
En estos treinta años de dictadura, Odría, Velasco y Fujimori, todos ellos han repetido, machaconamente, “los culpables son los partidos”, han denunciado, la inmoralidad de los políticos, que no se alinearon con ellos (porque los políticos tránsfugas si eran decentes para ellos) y han provocado no sólo el sentimiento, equivocado, por cierto, que todos los políticos roban, que la característica principal de los políticos es la de ser sinvergüenzas.
Consecuencia de ello ha sido el alejamiento de tantos ciudadanos serios, capacitados, responsables –que los hay en abundancia en tantas profesiones y actividades- que no participan en política que no se animarían de ninguna manera, a integrar partidos políticos.
Esa situación ha abierto el espacio a aventureros, mercachifles de la política, a los conocidos tránsfugas y al nuevo espécimen político peruano: el outsider, cuyo mas calificado representante fue Alberto Kenya Fujimori. Todos ellos gozan del favor y apoyo de la prensa chicha, otro sub-producto de las dictaduras.
Es tal la confusión en la que se vive en el mundo político, que la última elección presidencial, la de 2006, la perdió una candidata con muchas posibilidades porque le “colgaron” el mote de candidata de los ricos, que gritaban por calles y plazas y por publicar una foto en la que se bañaba en una piscina en casa de un amigo.
Tomar conocimiento de ese hecho nos obliga para terminar, a transcribir las palabras de un hombre que conoció y amó al Perú, un hombre al que hoy casi nadie lee. Jorge Basadre escribió en 1943 en la pág. 487 de su libro “Apertura” lo que hoy nadie, hasta la fecha parece haber entendido.
“Un país robusto necesita una juventud entusiasta con capacidad para sentir un íntimo asco ante toda falsificación de valores, con voluntad de construcción inteligente y honestamente combatiente, con pudor de lo que hace y lo que dice, inspirada en la dignidad cívica, sin la cual una República no merece ese nombre”.
“Pero a su vez, un país necesita ofrecer a su propia juventud perspectivas amplias, posibilidades abiertas, colaboración efectiva en el que hacer común. De modo que el problema no es sólo de progreso material, de reformas sociales, de organización estatal. Es también problema de renovación de valores, de fervor espiritual, de capacidad, de entusiasmo, de mística colectividad.
Es necesario, en cambio, que el debate de los asuntos nacionales sea colocado no en un ángulo faccional, sino en un ángulo nacional. Aquí donde se ha querido lanzar a las provincias contra la capital, a los indios contra los blancos, a la sierra contra la costa, a los proletarios contra los burgueses, a los pobres contra los ricos, al sur contra el norte, a los jóvenes contra los viejos, a los civiles contra los militares la división efectiva que cabe hacer es entre lo que contribuye a fortalecer, engrandecer o enriquecer la colectividad nacional y lo que para ella tiene un efecto aciago o deletéreo. Quienes solo conciben la voluptuosidad de la violencia, de la extorsión y del odio pueden existir tanto en las llamadas izquierdas, como en las llamadas derechas”.
Esto se publicó en julio de 1943.
Las palabras citadas nos revelan que no se ha aprendido la lección que nos transmitió un historiador de la altísima calidad de Basadre.
Aún hoy el debate sigue siendo el mismo que en 1943 denunciará Basadre. Hace unas semanas un candidato dijo muy solemnemente: “El debate no es entre derecha o izquierda. Es entre los ricos y los pobres.
Todo este panorama me hace recordar lo que hace cuarenta años me dijo un amigo guatemalteco: “En mi país las elecciones la deciden las placeras”. Y ante una aclaración que le solicité me confirmó: “Las placeras, las que venden en los mercados”. Ellas deciden el último día de la elección.
Eso lo recordé en el 2006 cuando el país voto por el mal menor y entre los candidatos estuvo el bien mayor que muchos ignoraron y relegaron. Ese bien mayor era indiscutiblemente, Valentín Paniagua quien había realizado impecablemente la transición a la democracia.
Y así estamos en el 2010. Es un verdadero intríngulis entender la razón –sería mejor decir la sin razón- por la que votan la mayoría de los electores. Si el señor Humala acaba de declarar que la elección ya no debe elegir entre izquierda o derecha, sino entre ricos y pobres y si ya tuvimos el ejemplo del beneficio de llamar “candidata de los ricos” a Lourdes Flores, la estrategia será muy simple, casi primitiva.
Decir, mañana, tarde y noche que el representaría a los pobres y ofrecerles cualquier cosa. Y como los pobres son la inmensa mayoría del electorado y desgraciadamente son los menos informados, a lo que hay que agregar que, según las encuestas, a un 34% de la población no le importa que roben si es que hacen obra “el resultado puede, quizá, ser peor que la elección del mal menor.
Agreguese a esto que el señor Alan García acaba de decir que “el no tiene poder para hacer elegir a alguien pero que tiene el poder suficiente para que no sea elegido aquel que él no quiera”.
Eso lo hicieron en 1956 cuando eligieron a Prado y evitaron que se eligiera a Belaúnde; lo hicieron en 1990 votando con los comunistas, en masa, solo para evitar que se eligiera a Vargas Llosa y no tienen ninguna vergüenza de su alianza actual con el fujimorismo. Ya los apristas demostraron que ellos pueden pactar con cualquiera. Así entienden lo que es el poder. Los votos de la consigna van donde lo digan los dirigentes y en el caso de 2011 como el señor García está delirantemente obsesionado con el 2016, él votará por quien le asegure la gloria de un tercer mandato. Así de simple.
Y los medios de comunicación dicen –casi sin excepción- que el aprismo es el único partido político digno de ese nombre, que el aprismo es el partido más organizado. En conclusión Alan García es un maduro estadista. Ruego al lector detenerse en el capítulo :
“Esta es el APRA, que les parece” para que encuentre otra opinión que difiere de la que le proporcionan tantos medios de comunicación. Ruego al lector poner en ejercicio su capacidad de raciocinio.